viernes, 6 de junio de 2014

Bertrand Russell, apuntes selectividad. de Boulesis.com

Bertrand Russell

Una vida para la historia
Si queremos hacernos una idea de quién es Bertrand Russell, una buena opción es dejarnos que él mismo se presente, a través del inicio de su Autobiografía:
“Tres pasiones, sencillas pero arrolladoramente fuertes, han gobernado mi vida: el vivo deseo del amor, la búsqueda del conocimiento y una pena insoportable hacia el sufrimiento humano. Estas pasiones, como vientos poderosos, me han llevado aquí y allá, por caminos caprichosos, sobre un océano profundo de angustia, llevándome al borde de la desesperación.”
La intensidad de la vida de Russell es la mejor confirmación de sus palabras. Perteneciente a una familia de nobles ingleses, fue educado por sus abuelos maternos debido al temprano fallecimiento de sus padres. Su infancia un tanto solitaria y dominada por el ambiente conservador de su entorno no impidió que comenzara a cultivar una de las aficiones reseñadas: el conocimiento y la búsqueda de la verdad. Desde estos años la presencia de las matemáticas se iría consolidando en su vida, disciplina que ocupó sus estudios universitarios, en los que entró en contacto con A. N. Whitehead, con el que después escribiría una de las obras matemáticas más importantes de comienzos del siglo XX: Principia mathematica. Durante su experiencia de estudiante en Cambridge Russell fue acercándose a la filosofía, interesándose por la fundamentación del conocimiento y la verdad, así como por temas morales.
Gracias a su excelente capacidad, Russell impartió clases en la Escuela de Economía y ciencia política (Universidad de Londres) y en el Trinity College (Universidad de Cambridge). Estos primeros años supusieron para Russell una fuente inagotable de experiencias: a su primer matrimonio, se le une un viaje a Alemania, así como la ruptura con el idealismo filosófico que por entonces reinaba en Inglaterra, entrando en contacto con autores como E.G. Moore o el economista J. M. Keynes. Por el estilo de vida que llevó, Russell es difícil de etiquetar: en estos primeros años predomina su interés por la filosofía de la matemática, por la filosofía del lenguaje y por el intento de expresar las leyes de matemáticas como principios lógicos. Todo ello con el desarrollo del empirismo como trasfondo. Sin embargo, estos temas se acompañan por preocupaciones económicas y políticas.
Estos intereses prácticos se dejan notar más en su vida que en su obra inicial: durante la primera guerra mundial su encendida defensa del pacifismo era escandalosa e inaceptable, por lo que se vio obligado a abandonar Cambridge. Por si esto fuera poco, fue juzgado por escribir un artículo crítico contra el gobierno y la guerra, con una condena de seis meses de cárcel. Al finalizar la guerra, Russell visitó Rusia y China, entrevistándose con personajes como Lenin e impartiendo clases en la universidad de Pekín. A su vuelta Russell no contaba con el apoyo del mundo académico, ya que se ganó la vida escribiendo libros de carácter divulgativo sobre cuestiones científicas y filosóficas. En los años anteriores a la segunda guerra mundial Russell continuó con su activismo político, con un matiz importante respecto a la primera guerra mundial: si bien siempre estuvo a favor de la paz, abogó por la intervención armada contra los nazis, en tanto que la amenaza que suponía el fascismo para el mundo era superior respecto al daño de la guerra. Durante los años de la segunda guerra mundial, Russell impartió clases en universidades norteamericanas, pero en Nueva York fue aparatado de la docencia por considerarle “moralmente inadecuado”. El motivo de tal calificativo fue las ideas sobre la sexualidad humana que Russell expresó en uno de sus libros, Matrimonio y moral, escrito en 1930. Varios intelectuales de la época como Einstein o Dewey escribieron textos a favor del filósofo inglés.
Al finalizar la segunda guerra mundial Russell logra reingresar en la universidad de Cambridge. Gozó de reconocimiento público, participando en varias ocasiones en programas de la BBC. En 1950 recibió el premio Nobel de literatura. El reconocimiento académico no siempre se correspondió con la estabilidad personal: en 1952 se casaba por cuarta vez y continuó con su activismo social y político. Mantuvo en todo momento la crítica frente a intervenciones armadas (guerra de Vietnam) y fue uno de los mayores impulsores de los movimientos en contra de la guerra fría y del peligro de una guerra nuclear, llegando a convertirse para algunos en un referente moral y la auténtica conciencia de su tiempo. Por poner algunos ejemplos: el manifiesto Einstein-Russell de 1955 logró el apoyó de algunos de los científicos e intelectuales más significativos de su tiempo. En 1961 fue condenado por sus protestas antinucleares a dos meses de prisión que finalmente se redujeron a una semana. En la última década de su vida aún tuvo tiempo para crear dos fundaciones pacifistas y de carácter humanitario: la Fundación para la paz Bertrand Russell y la Fundación atlántica para la paz. El último texto que escribió antes de morir condenaba los ataques israelíes en territorios palestinos.
Como se ve, la presencia de Russell en muchos de los acontecimientos históricos de su tiempo le convierte en uno de los personajes a través de los cuales acceder a la historia del siglo XX. A esta circunstancia se le une el carácter general de su filosofía: las críticas que desde su juventud planteó al idealismo dominante le acercaron a los empiristas británicos (Hume, Locke, etc), así como a la tradición utilitarista y liberal (J.S. Mill). Su teoría del lenguaje (atomismo lógico) trata de evitar los términos abstractos, llegando a buscar en los primeros años un lenguaje en el que error y la ambigüedad no tuvieran cabida. La revisión de todo el conocimiento filosófico anterior le llevó a posturas polémicas debido a su carácter crítico: no sólo en política sino también en cuestiones morales o incluso religiosas, terreno en el que Russell defiende un claro agnosticismo. Bajo su pensamiento se deja ver una clara defensa del ser humano, del pensamiento libre, y una confianza en el progreso de la humanidad. Un buen ejemplo de esta presentación general nos lo ofrecen las últimas líneas de su Autobiografía al hacer un balance general de su vida y su filosofía:
“Podría haber pensado que el camino hacia seres humanos libres y felices es más corto de lo que está siendo en realidad, pero no me equivoqué al pensar que este mundo es posible y que merece la pena vivir con la intención de hacerlo posible. He vivido persiguiendo un sueño, personal y social. Personal: cuidar lo que es noble, bello, tierno; permitir que los momentos de reflexión dieran paso a otros más mundanos. Social: imaginar la sociedad que hay que crear, donde los individuos crezcan libremente y donde el odio, la avaricia y la envidia mueran porque no hay nada para alimentarlos. Estas creencias, pese a todos los horrores del mundo, han permanecido en mi inquebrantables.”

La búsqueda de la verdad: los problemas de la filosofía

El entusiasmo con el que Russell buscó durante su vida la verdad es una de las características generales de su filosofía. Desde un primer momento el conocimiento científico se convirtió en el modelo a seguir, ocupando las matemáticas un lugar especial, en tanto que suelen considerarse como una ciencia demostrativa e infalible. Sus primeros contactos con la geometría aparecen relatados por el propio Russell en su Autobiografía:
“Con ocho años empecé a leer a Euclides, con mi hermano como tutor. Este fue uno de los grandes sucesos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor. Nunca hubiera imaginado que existiera algo tan delicioso en el mundo. Después de aprender la quinta proposición, mi hermano me dijo que normalmente se consideraba algo difícil, pero yo no había encontrado ninguna dificultad. Esta fue la primera vez que caí en la cuenta de que quizás podría tener cierta inteligencia. Desde este momento hasta que Whitehead y yo publicamos Principia Mathematica, a la edad de 38 años, las matemáticas fueron mi principal interés y la principal fuente de felicidad. Como toda felicidad no era, sin embargo, completa. Me habían dicho que Euclides demostraba las cosas, y me decepcioné al comprobar que empezaba con axiomas. Al principio rechazaba aceptarlos a no ser que mi hermano pudiera ofrecerme alguna razón para hacerlo, pero él decía: “Si no los aceptas, no podemos continuar”, y como yo quería continuar, les admitía a regañadientes pro tem [temporalmente]. La duda respecto a las premisas de las matemáticas que sentía en aquel momento permaneció conmigo y determinó el curso de mi trabajo posterior.”
Esta preocupación por el conocimiento humano es la que llevaría a Russell a colaborar con Whitehead en la elaboración de Principia Mathematica. Esta obra se incluye dentro de lo que en filosofía de las matemáticas se denomina programa logicista: su objetivo último es fundamentar la matemática en la lógica, tratando de establecer las condiciones para un lenguaje lógicamente perfecto, en el que la ambigüedad y el error no tuvieran cabida. Así esta concepción de las matemáticas va asociada a una visión muy particular del lenguaje y del conocimiento humano, en el que la ciencia ocupa un lugar preponderante. La obra de Russell y Whitehead es extensísima y exigió a ambos autores una plena dedicación durante varios años. En este contexto marcado por la preocupación por la verdad, las matemáticas y el lenguaje, Russell escribe otro de sus libros, dedicado al conocimiento humano. Se trata de Los problemas de la filosofía, un texto de carácter divulgativo en el que Russell aborda las cuestiones esenciales de la teoría del conocimiento.

La metafísica como punto de partida y la crítica al idealismo

El punto de partida de Russell deja bien claro el carácter sistemático de su obra: aunque posteriormente vaya a dedicarse al conocimiento, parte de la complejidad inherente a la realidad: la oposición entre esencia y apariencia y la pregunta por el ser de las cosas están en el origen de la filosofía. Igualmente presenta el concepto de materia y ofrece diversos argumentos para defender su existencia. La materia, nos viene a decir Russell, es el soporte físico de la realidad que percibimos y está profundamente enraizada en nuestras experiencias más cotidianas. Sin materia no habría datos sensibles: no podríamos ver, tocar ni oir lo que nos rodea. Creemos que hay un mundo exterior y huimos así del solipsismo o del escepticismo más radical. Necesitamos creerlo, pues de lo contrario la vida sería inviable: es lo que Russell denomina una creencia instintiva. La filosofía debería servir como criba de estas creencias, organizándolas y jerarquizándolas, con lo que Russell introduce la crítica como una de sus tareas características.
Con este planteamiento, aparentemente sencillo, Russell está tomando distancia respecto al idealismo que como se ha dicho anteriormente era la corriente dominante en su tiempo. Para el filósofo inglés, el idealismo es “la doctrina según la cual todo lo que existe, o por lo menos todo lo que podemos conocer como existente, debe ser en cierto modo mental”. Estamos, de nuevo, ante el giro hacia la subjetividad que representó la filosofía moderna. Russell se refiere precisamente a una distinción moderna para criticar el idealismo: todo conocimiento está formado por el acto y el objeto. Mientras que el acto de conocer puede ser interno o mental, el objeto de conocimiento puede ser externo. El conocimiento, dice Russell, “consiste esencialmente en una relación entre el espíritu y algo distinto de él; es lo que constituye la capacidad del espíritu de conocer objetos”. A la “objetividad” necesaria en el conocimiento se le une otra crítica al idealismo: al conocimiento directo le complementa un segundo tipo, construido sobre él, en el que manifestamos cierta confianza respecto a los datos que me puedan dar otras personas, u otros indicios del mundo exterior. De manera que la conclusión de Russell es clara: el idealismo no es válido ni para el conocimiento directo ni para el conocimiento por referencia.

Conocimiento directo y conocimiento por referencia

Esta distinción es fundamental para comprender la teoría del conocimiento de Russell, a la vez que tiene consecuencias en su filosofía del lenguaje. La caracterización inicial del propio autor de ambas clases de conocimiento aparece en Los problemas de la filosofía en los siguientes términos:
  1. Conocimiento directo: “tenemos conocimiento directo de algo cuando sabemos directamente de ello, sin el intermediario de ningún proceso de inferencia ni de ningún conocimiento de verdades”.
  2. Conocimiento por referencia: es el conocimiento que se puede construir a partir del conocimiento directo, combinándolo, mezclándolo, deduciendo, infiriendo… Dice Russell: “Conocemos una referencia (o descripción) y sabemos que hay un objeto al cual se aplica exactamente, aunque el objeto mismo no nos sea directamente conocido. En este caso decimos que el conocimiento del objeto es un conocimiento por referencia”.
Russell establece un principio general de su teoría del conocimiento, con el que en cierta manera se aproxima al empirismo: “Todo nuestro conocimiento, lo mismo el conocimiento de cosas que el de verdades, se funda en el conocimiento directo”. Sin embargo, va mucho más allá de los principios empiristas al aceptar que el conocimiento directo es mucho más que los meros datos de los sentidos o, como las llamaría Hume, las impresiones:
“[…] todo conocimiento de verdades exige, como lo mostraremos, el conocimiento directo de cosas que poseen un carácter esencialmente diferente de los datos de los sentidos: los objetos que se denominan generalmente «ideas abstractas», pero que nosotros denominaremos «universales».” (Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía)
El conocimiento directo, en consecuencia, va mucho más allá de los datos que recibimos a través de los sentidos en el momento actual. Russell comienza ampliando el conocimiento directo por medio de la memoria: si en el pasado se ha conocido una verdad a través de la observación, no es necesario repetir esa observación para aceptar la validez de ese conocimiento. La memoria nos ayuda a conocer el pasado, y el recuerdo es también una forma de conocimiento directo. Una consideración similar habría que hacer de la introspección y la conciencia: el ser humano no sólo conoce sino que sabe que conoce, es decir, somos conscientes de nuestros sentimientos y pensamientos. Además, en esta ampliación del conocimiento directo incluye Russell los universales, de los que hablaremos más adelante. Con esto, su distancia frente al empirismo de Hume es notable, en tanto que acepta la validez de las ideas abstractas e incluso afirma la posibilidad de conocerlas directamente.
En cuanto al conocimiento por referencia, Russell toma como ejemplo los objetos físicos convertidos en concepto o aquellas realidades cuya existencia nos resulta conocida, pero de las que no tenemos un conocimiento directo. Aparecen aquí algunas condiciones que vienen dadas por la filosofía del lenguaje de Russell: el conocimiento por referencia suele expresarse a través de descripciones. Supongamos el siguiente ejemplo: “el presidente de Nueva Zelanda”. Lo más probable es que no tengamos conocimiento directo de quién es el presidente de este país, y sin embargo conocemos su existencia. En el lenguaje y el conocimiento cotidiano, utilizamos muchas descripciones y basamos parte de nuestro conocimiento en este “conocimiento por referencia”.
La tesis central de Russell es la siguiente: el conocimiento por referencia es indispensable para nuestra vida. Nos permite ir más allá de nuestra propia experiencia. Sin embargo, eso no legitima cualquier clase de conocimiento abstracto, universal o imaginativo: el conocimiento por referencia ha de poder reducirse o explicarse en función del conocimiento directo. Cuando queremos revisar el conocimiento por referencia estamos pidiendo pruebas, datos empíricos, de la memoria o de la conciencia que permitan dar validez a ese conocimiento indirecto.

La inducción y los principios generales

Teniendo en cuenta la distinción que acabamos de comentar, se pregunta Russell en qué condiciones hemos de aceptar el conocimiento por inducción y los principios lógicos generales. Durante la Ilustración, Hume planteó ya el problema de la inducción con toda su agudeza. Para que no caigamos en el error de considerarlo una extravagancia filosófica, podemos tomar uno de los textos de Russell, en los que expresa el problema de la inducción de la siguiente manera:
“El hombre que daba de comer todos los días al pollo, a la postre le tuerce el cuello, demostrando con ello que hubiesen sido útiles al pollo opiniones más afinadas sobre la uniformidad de la naturaleza.” (Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía)
El desafío de la inducción no es, en consecuencia, un asunto de científicos que se preguntan por la validez de sus leyes y experimentos. Se trata, en realidad, de una cuestión de vida o muerte: en nuestras expectativas sobre el futuro funcionamiento de la naturaleza están depositadas nuestras posibilidades de supervivencia. Por ello, la respuesta de Russell pretende salvar la validez del razonamiento inductivo: la solución consiste en renunciar a toda clase de certeza. En su lugar, habría que asumir que nuestro conocimiento de la naturaleza y del mundo que nos rodea se basa en la probabilidad. Una probabilidad que se acerca a la certeza cuantas más veces es confirmada por la experiencia, pero que no puede nunca equipararse a la misma. No hay demostración posible de la inducción. Simplemente: necesitamos este principio para vivir. De lo contrario, careceríamos de cualquier tipo de expectativa sobre el futuro más inmediato. Sin el razonamiento inductivo, viene a decirnos Russell, no podríamos seguir viviendo, igual que no se puede seguir “jugando” a la geometría si no se aceptan los axiomas. La vida misma nos impone la condición de la probabilidad, lo cual no nos abandona a la incertidumbre: la experiencia pasada y presente de la humanidad es un sustrato suficientemente sólido como para hacer expectativas racionales sobre el futuro inmediato.
En cuanto a los principios lógicos, Russell vuelve a tomar distancia respecto al racionalismo: principios como el modus ponens, el principio de identidad o el de no contradicción no proceden de la experiencia empírica. Así, acepta el innatismo de los racionalistas, con una salvedad: en lugar de hablar de principios innatos, dice que son conocimientos apriorísticos, es decir, “lógicamente independientes de la experiencia”, en tanto que la experiencia como tal no confirma tales principios, sino que es el material que utiliza nuestro pensamiento para llegar a los mismos y aplicarlos. La cuestión ahora será profundizar en cómo es posible el conocimiento apriorístico, es decir, independiente de la experiencia.

El conocimiento apriorístico y los universales

Aunque Russell parezca acercarse a Kant al aceptar la existencia del conocimiento a priori, en realidad tomará distancia respecto al mismo a la hora de justificar ese conocimiento. La postura kantiana nos resulta ya familiar: existe conocimiento a priori porque sujeto y objeto interactúan en el proceso del conocer, y el sujeto aporta estructuras de conocimiento (espacio, tiempo, categorías) independientes de la experiencia. Russell adoptará una perspectiva distinta: el conocimiento a priori no expresa leyes del pensamiento o estructuras de conocimiento propias del sujeto sino que se refiere a la realidad exterior. Por así decir, en cada una de nuestras experiencias de conocimiento recibimos datos concretos y particulares, pero intervienen también principios lógicos que pueden ser aplicables al resto de experiencias. La realidad, vendría a decir Russell, funciona según estos principios y de ella captamos el conocimiento a priori, que no debe entenderse como previo a la experiencia empírica, sino como lógicamente independiente de la misma, distanciándose así del innatismo. Russell lo expresa de la siguiente manera:
“Así, el principio de contradicción se refiere a cosas y no meramente a pensamientos; y aunque la creencia en el principio de contradicción sea un pensamiento, el principio de contradicción mismo no es un pensamiento, sino un hecho que concierne a las cosas del mundo. […] Así, nuestro conocimiento a priori, si no es erróneo, no es simplemente un conocimiento sobre la constitución de nuestro espíritu, sino que es aplicable a todo lo que el mundo pueda contener, lo mismo a lo mental que a lo no mental.” (Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía)
Lo que nos viene a decir Russell, en consecuencia, es que a través de la experiencia empírica somos capaces de ir más allá de los datos que esta nos proporciona, del “aquí y ahora” al que se circunscribe cada una de nuestras experiencias. La realidad parece encajar bien en los principios lógicos que nosotros extraemos de cada una de nuestras experiencias, por lo que podemos convertirlos no en leyes del pensamiento, pero sí en guías rectoras del conocimiento. En cierta manera, ocurre lo mismo con los universales: se trata de conceptos abstractos que pueden venir exigidos por la realidad. De hecho, afirma Russell, la mayoría de palabras y conceptos que utilizamos en nuestro lenguaje son universales: cualidades, relaciones… Una teoría del conocimiento a la altura del ser humano ha de dar cuenta de este tipo de conceptos sin negar su existencia, como han hecho otros empiristas como Hume. Una vez más, la realidad es para Russell el fundamento de los universales. Tomemos el ejemplo de la relación: según el filósofo inglés, las relaciones entre las cosas están en el mundo, no son meras invenciones mentales. Si somos consecuentes con esto, hemos de admitir su existencia independiente del pensamiento. Lo mismo podría decirse respecto a las cualidades. La conclusión la establece Russell en los siguientes términos:
“Así, los universales son pensamientos, aunque cuando son conocidos sean objetos del pensamiento. […] Por consiguiente, el mundo de los universales puede ser definido como el mundo de la esencia. El mundo de la esencia es inalterable, rígido, exacto, delicioso para el matemático, el lógico, el constructor de sistemas metafísicos, y todos los que aman la perfección más que la vida. El mundo de la existencia es fugaz, vago, sin límites precisos, sin un plan o una ordenación clara, pero contiene todos los pensamientos y los sentimientos, todos los datos de los sentidos, y todos los objetos físicos, todo lo que puede hacer un buen o un mal, todo lo que representa una diferencia para el valor de la vida y del mundo.” (Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía)
Hay universales conocidos de un modo directo: las cualidades sensibles, relaciones espaciales, temporales, la semejanza…. Otros, los conocemos por referencia, gracias a la intuición que nos permite acceder a verdades evidentes por sí (lógica y matemáticas) y la deducción que es capaz de extraer nuevas verdades a partir de las evidencias conocidas. Así, cabe completar la caracterización inicial de los tipos de conocimiento, incluyendo los siguientes:
  1. Conocimiento directo: puede referirse a cosas particulares (datos de los sentidos y nuestras propias sensaciones) o a universales (cualidades sensibles, relaciones espacio tiempo, semejanza, algunos principios lógicos esenciales). La intuición predomina en este tipo de conocimiento.
  2. Conocimiento por referencia: implica siempre un conocimiento directo previo, y consiste en aquellas verdades que podemos deducir de los universales o los datos particulares que conocemos de un modo directo. La deducción es, en consecuencia, la facultad fundamental de esta clase de conocimiento.

Verdad, falsedad y creencia

Con esta concepción del conocimiento humano como trasfondo, Russell defiende una visión realista y empírica de la verdad. Trata de descomponer cada proposición o creencia en sus partes más simples, buscando un correlato real de las mismas. En cierta manera, se acerca a la visión adecuacionista de la verdad, concibiéndola como una propiedad de las creencias que se cumple sólo “cuando hay un hecho correspondiente”. De esta manera, se evita el subjetivismo: cada uno de nosotros “crea” sus propias creencias y elaborar sus propios juicios sobre la realidad, pero no podemos convertirlas en verdaderas, extremo que depende de los hechos.
Esta teoría de la verdad nos obliga a distinguir grados de conocimiento: que la realidad confirme mis creencias una vez no significa que estas sean verdaderas. Así, Russell establece entre la verdad y el error diferentes grados de probabilidad. Debido al problema del razonamiento inductivo, hemos de aceptar que no existen verdades universales y absolutas lo cual no nos abandona en manos de la ignorancia o la incertidumbre: la mayoría del conocimiento que damos por verdadero es en realidad opinión probable. Estas opiniones pueden alcanzar casi el grado de indubitables cuando se organizan y sistematizan de una forma determinada, como por ejemplo en el caso de la ciencia. El conocimiento cotidiano, sin embargo, se mueve en el ámbito de la creencia: por mucho que cada uno dé por cierto lo que cree saber, se trata en la mayor parte de opinión más o menos probable.