lunes, 17 de mayo de 2010

Uno de los textos de Bertrand Russell para la P.A.E.U.

Actividades: Para BC2: Estudio sobre "La rebelión de las masas", Bibliografía de Ortega, Estudio sobre ¿Qué es filosofía?
Para BHS2 Comentario de texto sobre Bertand Russell
Para BT2 Biografía de Ortega


El valor de la filosofía
 
Habiendo llegado al final de nuestro breve resumen de los problemas de la filosofía,
bueno será considerar, para concluir, cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser
estudiada. Es tanto más necesario considerar esta cuestión, ante el hecho de que
muchos, bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a
dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil,
con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo
conocimiento es imposible.
Esta opinión sobre la filosofía parece resultar, en parte, de una falsa
concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie
de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas, mediante sus
invenciones, son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el
estudio de las ciencias físicas no es sólo o principalmente recomendable por su efecto
sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general.
Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor
para los que no se dedican a ella, es sólo un efecto indirecto, por sus efectos sobre
la vida de los que la estudian. Por consiguiente, en estos efectos hay que buscar
primordialmente el valor de la filosofía, si es que en efecto lo tiene.
Pero ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar
nuestro espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente «el hombre
práctico». El hombre «práctico», en el uso corriente de la palabra, es el que sólo
reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento
del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu. Si todos los
hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad hubiesen sido reducidas al
mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer para producir una sociedad
estimable; y aun en el mundo actual los bienes del espíritu son por lo menos tan
importantes como los del cuerpo. El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente
entre los bienes del espíritu, y sólo los que no son indiferentes a estos bienes pueden
llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo.
La filosofía, como todos los demás estudios, aspira primordialmente al
conocimiento. El conocimiento a que aspira es aquella clase de conocimiento que nos
da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del examen crítico
del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias. Pero no se puede
sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente grande en su intento de
proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones. Si preguntamos a un
matemático, a un mineralogista, a un historiador, o a cualquier otro hombre de ciencia,
qué conjunto de verdades concretas ha sido establecido por su ciencia, su respuesta
durará tanto tiempo como estemos dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma
pregunta a un filósofo, y éste es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha
llegado a resultados positivos comparables a los de las otras ciencias. Verdad es que
esto se explica, en parte, por el hecho de que, desde el momento en que se hace
posible el conocimiento preciso sobre una materia cualquiera, esta materia deja de ser
denominada filosofía y se convierte en una ciencia separada. Todo el estudio del cielo,
que pertenece hoy a la astronomía, antiguamente era incluido en la filosofía; la gran
obra de Newton se denomina Principios matemáticos de la filosofía natural. De un
modo análogo, el estudio del espíritu humano, que era, todavía recientemente, una
parte de la filosofía, se ha separado actualmente de ella y se ha convertido en la
ciencia psicológica. Así, la incertidumbre de la filosofía es, en una gran medida, más
aparente que real; los problemas que son susceptibles de una respuesta precisa se
han colocado en las ciencias, mientras que sólo los que no la consienten actualmente
quedan formando el residuo que denominamos filosofía.
Sin embargo, esto es sólo una parte de la verdad en lo que se refiere a la
incertidumbre de la filosofía. Hay muchos problemas —y entre ellos los que tienen un
interés más profundo para nuestra vida espiritual— que, en los límites de lo que
podemos ver, permanecerán necesariamente insolubles para el intelecto humano,
salvo si su poder llega a ser de un orden totalmente diferente de lo que es hoy. ¿Tiene
el Universo una unidad de plan o designio, o es una fortuita conjunción de átomos?
¿Es la conciencia una parte del Universo que da la esperanza de un crecimiento
indefinido de la sabiduría, o es un accidente transitorio en un pequeño planeta en el
cual la vida acabará por hacerse imposible? ¿El bien y el mal son de alguna importancia
para el Universo, o solamente para el hombre? La filosofía plantea problemas de este
género, y los diversos filósofos contestan a ellos de diversas maneras. Pero parece
que, sea o no posible hallarles por otro lado una respuesta, las que propone la
filosofía no pueden ser demostradas como verdaderas. Sin embargo, por muy débil
que sea la esperanza de hallar una respuesta, es una parte de la tarea de la filosofía
continuar la consideración de estos problemas, haciéndonos conscientes de su
importancia, examinando todo lo que nos aproxima a ellos, y manteniendo vivo este
interés especulativo por el Universo, que nos expondríamos a matar si nos limitáramos
al conocimiento de lo que puede ser establecido mediante un conocimiento definitivo.
Verdad es que muchos filósofos han pretendido que la filosofía podía
establecer la verdad de determinadas respuestas sobre estos problemas
fundamentales. Han supuesto que lo más importante de las creencias religiosas podía
ser probado como verdadero mediante una demostración estricta. Para juzgar sobre
estas tentativas es necesario hacer un examen del conocimiento humano y formarse
una opinión sobre sus métodos y limitaciones. Sería imprudente pronunciarse
dogmáticamente sobre estas materias; pero si las investigaciones de nuestros
capítulos anteriores no nos han extraviado, nos vemos forzados a renunciar a la
esperanza de hallar una prueba filosófica de las creencias religiosas. Por lo tanto, no
podemos alegar como una prueba del valor de la filosofía una serie de respuestas a
estas cuestiones. Una vez más, el valor de la filosofía no puede depender de un
supuesto cuerpo de conocimientos seguros y precisos que puedan adquirir los que
la estudian.
De hecho, el valor de la filosofía debe ser buscado en una, larga medida en
su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida
prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales
en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la
cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo
tiende a hácerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le suscitan
problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas.
Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, como
hemos visto en nuestros primeros capítulos, que aun los objetos más ordinarios
conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas.
La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a
las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían
nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, el disminuir
nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado
nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el dogmatismo algo arrogante de
los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz
nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no
familiar.
Aparte esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía
tiene un valor —tal vez su máximo valor— por la grandeza de los objetos que
contempla, y la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de
aquella contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo
de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto
del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar o entorpecer lo
que forma parte del círculo de los deseos instintivos. Esta vida tiene algo de febril y
limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo
privado, de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y
poderoso que debe, tarde o temprano, arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si
ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo
entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el
enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida
no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la
importancia del querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de
uno u otro modo, a esta prisión y a esta guerra.
Un modo de escapar a ello es la contemplación filosófica. La contemplación
filosófica, cuando sus perspectivas son muy amplias, no divide el Universo en dos
campos hostiles: los amigos y los enemigos, lo útil y lo adverso, lo bueno y lo malo;
contempla el todo de un modo imparcial. La contemplación filosófica, cuando es pura,
no intenta probar que el resto del Universo sea afín al hombre. Toda adquisición de
conocimiento es una ampliación del yo, pero esta ampliación es alcanzada cuando no
se busca directamente. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por sí solo,
mediante un estudio en el cual no se desea previamente que los objetos tengan tal o
cual carácter, sino que el yo se adapta a los caracteres que halla en los objetos. Esta
ampliación del yo no se obtiene, cuando, partiendo del yo tal cual es, tratamos de
mostrar que el mundo es tan semejante a este yo, que su conocimiento es posible sin
necesidad de admitir nada que parezca serle ajeno. El deseo de probar esto es una
forma de la propia afirmación, y como toda forma de egoísmo, es un obstáculo para el
crecimiento del yo que se desea y del cual conoce el yo que es capaz. El egoísmo, en
la especulación filosófica como en todas partes, considera el mundo como un medio
para sus propios fines; así, cuida menos del mundo que del yo, y el yo pone límites
a la grandeza de sus propios bienes. En la contemplación, al contrario, partimos del no
yo, y mediante su grandeza son ensanchados los límites del yo; por el infinito del
Universo, el espíritu que lo contempla participa un poco del infinito.
Por esta razón, la grandeza del alma no es favorecida por esos filósofos que
asimilan el Universo al hombre. El conocimiento es una forma de la unión del yo con
el no yo; como a toda unión, el espíritu de dominación la altera y, por consiguiente,
toda tentativa de forzar el Universo a conformarse con lo que hallamos en nosotros
mismos. Es una tendencia filosófica muy extendida la que considera el hombre como
la medida de todas las cosas, la verdad hecha para el hombre, el espacio y el tiempo,
y los universales como propiedades del espíritu, y que, si hay algo que no ha sido
creado por el espíritu, es algo incognoscible y que no cuenta para nosotros. Esta
opinión, si son correctas nuestras anteriores discusiones, es falsa; pero además de ser
falsa, tiene por efecto privar a la contemplación filosófica de todo lo que le da valor
puesto que encadena la contemplación al yo. Lo que denomina conocimiento no es
una unión con el yo, sino una serie de prejuicios, hábitos y deseos que tejen un velo
impenetrable entre nosotros y el mundo exterior. El hombre que halla complacencia en
esta teoría del cono cimiento es como el que no abandona su círculo doméstico por
temor a que su palabra no sea ley.
La verdadera contemplación filosófica, por el contrario, halla su satisfacción
en toda ampliación del no yo, en todo lo que magnifica el objeto contemplado, y con
ello el sujeto que lo contempla. En la contemplación, todo lo personal o privado, todo
lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto, y, por
consiguiente, la unión que busca el intelecto. Al construir una barrera entre el sujeto
y el objeto, estas cosas personales y privadas llegan a ser una prisión para el
intelecto. El espíritu libre verá, como Dios lo pudiera ver, sin aquí ni ahora, sin
esperanza ni temor —fuera de las redes de las creencias habituales y de los prejuicios
tradicionales —serena, desapasionadamente, y sin otro deseo que el del
conocimiento, casi un conocimiento impersonal, tan puramente contemplativo como
sea posible alcanzarlo para el hombre. Por esta razón también, el intelecto libre
apreciará más el conocimiento abstracto y universal, en el cual no entran los
accidentes de la historia particular, que el conocimiento aportado por los sentidos, y
dependiente, como es forzoso en estos conocimientos, del punto de vista exclusivo
y personal, y de un cuerpo cuyos órganos de los sentidos deforman más que revelan.
El espíritu acostumbrado a la libertad y a la imparcialidad de la contemplación
filosófica, guardará algo de esta libertad y de esta imparcialidad en el mundo de la
acción y de la emoción. Considerará. sus proyectos y sus deseos como una parte de
un todo, con la ausencia de insistencia que resulta de ver que son fragmentos
infinitesimales en un mundo en el cual permanece indiferente a las acciones de los
hombres. La imparcialidad que en la contemplación es el puro deseo de la verdad, es
la misma cualidad del espíritu que en la acción se denomina justicia, y en la emoción
es este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos
útiles o admirables. Así, la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro
 pensamiento, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones; nos hace
ciudadanos del Universo, no sólo de una ciudad amurallada, en guerra con todo lo
demás. En esta ciudadanía del Universo consiste la verdadera libertad del hombre, y
su liberación del vasallaje de las esperanzas y los temores limitados.
Para resumir nuestro análisis sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser
estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que,
por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino
más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplía
nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y
disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante
todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se
hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye
su supremo bien.

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