La
Olimpiada filosófica es un certamen dirigido a los alumnos de Bachillerato de
Castilla y León. Está organizada por la
Asociación Olimpiada filosófica, integrada por
profesores de filosofía de enseñanza secundaria de Castilla y León, así como por
estudiantes y profesores de filosofía de la
Universidad de Valladolid y de la
Universidad de Salamanca. A través de la Olimpiada, pretendemos fomentar una visión más abierta y participativa de la filosofía.
Para participar, cada centro enviará los mejores ensayos de sus alumnos alrededor de un tema propuesto, y el
comité organizador seleccionará los mejores trabajos, que pasarán a la fase final del certamen. Si quieres saber más sobre el desarrollo del certamen consulta las
bases de nuestra propuesta.
La final de la
VII Olimpiada Filosófica se celebró los días 30 y 31 de marzo de 2012 en la
Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Valladolid. Puedes acceder a toda la información tanto de
las conferencias y el debate del viernes 30, como de
la defensa de ensayos del sábado 31. Ahora mismo ya estamos trabajando en la
VIII Olimpiada filosófica, que tendrá lugar los días
22 y 23 de marzo de 2013 en la
Facultad de Filosofía de la
Universidad de Salamanca. Unéte a nuestro proyecto y permanece atento a la sección de
noticias para conocer la última hora del certamen.
La Olimpiada filosófica es un certamen dirigido al alumnado de Bachillerato de Castilla y León con el que se pretende fomentar una visión más abierta y participativa de la filosofía. El alumnado participante realizará una primera prueba y el profesorado de su centro se encargará de seleccionar los dos mejores ensayos del mismo.
El tema de la Olimpiada Filosófica 2013 es: Dios en la filosofía. La extensión máxima del ensayo será de cuatro páginas.
Abierta la inscripción para la Olimpiada Filosófica de Castilla y León. Plazo hasta el 18 de enero de 2013.
Todo alumno o alumna que quiera participar que se ponga en contacto con el Departamento de Filosofía del I.E.S. León Felipe
Para saber más:
Dios habita en Suiza
El Dios bíblico de Google ha sido localizado en un país rico y sin guerras, un ídolo digerible que gusta a los crédulos. Es el tecnoespiritualismo: grandes efectos especiales al servicio de una credulidad acrítica Rafael Argullol 14 OCT 2012
Si usted atraviesa la población de Murg, en Saint Gallen, al norte de Suiza, en un coche que bordee el hermoso lago, tiene posibilidades de ver a Dios paseando tranquilamente entre las nubes, o esto es lo que ha informado, como es bien sabido, el servicio cartográfico de Google, dando detalles, incluso, de las coordenadas exactas del morador divino. Es cierto que esa noticia ha llegado en medio de informaciones asombrosas de la rival Apple, en cuyos mapas, recién estrenados, podía encontrarse una estación del metro de Buenos Aires en el desierto, el río Ebro en Río de Janeiro o la Costa Brava en Sudáfrica, datos sensacionales todos ellos pero menos, si somos justos, que encontrar la morada del Creador y, además, obtener una imagen de su paseo. Lo que se le negó al pobre Moisés, allá en el monte Sinaí, cuando solo pudo contemplar una zarza ardiente, se nos ha otorgado a nosotros, gracias a nuestros modernos profetas.
La imagen está ahí, atrapada en la red, como la mosca en la telaraña, y ya no va a desvanecerse, por mucho que se rían los escépticos. En lugar del monte Sinaí, o del Ararat, o del Olimpo —sede de su rival Zeus— el Dios bíblico de Google ha sido localizado inesperadamente en un lugar mucho más apacible, en un país rico, neutral y sin guerras. Pronto se ha dicho que eso que se veía en la imagen no era Dios sino una mancha, o una distorsión óptica, y que, por tanto no había que darle ninguna credibilidad, pero lo decisivo es que mañana —o quizá ya ha ocurrido hoy— un estudiante incorporará la información y su imagen a la sucinta bibliografía con que acompañará su trabajo de fin de curso, con la ulterior aprobación, tal vez, del profesor.
De hecho, cada vez es más habitual que se considere fuente de autoridad cualquier cosa atrapada en la red, sin que sea necesario que un autor sea responsable del texto o la imagen invocados. Ya se ha hablado mucho de la posible malignidad de un método de ese estilo, desde la naturalidad del plagio hasta la impunidad de la calumnia y la injuria. Sin embargo, se ha comentado mucho menos el efecto simétrico: una suerte de ingenuidad que da por bueno e irreversible cualquier hallazgo sin necesidad de formular demasiadas preguntas. De noticia en noticia, lo que antes era misterioso, y complejo, ahora se revela en su desnuda sencillez, en su banalidad.
Lo más paradójico es que esta simpleza espiritual convive perfectamente con la sofisticación tecnológica. Y ahí es donde Dios —una de las formas humanas de enunciar lo misterioso— resulta un ejemplo pertinente. O bien no interesa en absoluto, o bien se confronta con una linealidad terrorífica. En el primer caso Dios es un trasto inútil al que ya no vale la pena dedicar atención alguna porque su territorio está perfectamente colonizado por otros intereses y saberes más adecuados al hombre de hoy. No caben, pues, los grandes interrogantes que la tradición anterior asociaba con el nombre de Dios, como la trascendencia y la inmortalidad, sin que valga la pena continuar discutiendo sobre asuntos improbables e inservibles. Escasea, en consecuencia, la figura del agnóstico, e incluso del ateo, que expresa dudas sobre los misterios de la existencia, aun en forma literaria o filosófica, como si cualquier reflexión de este tipo fuera irrelevante por superflua. Por lo general el que no cree en Dios se encoge de hombros cuando se le pregunta por lo que esto significa. Los templos están vacíos, y basta. En esta desocupación se han desvanecido, también, los ritos y los mitos que alimentaban más o menos espectralmente el recinto sagrado.
En el bando opuesto, con excepciones claro está, el creyente en Dios es de un candor agresivo y automático, sobre todo cuando nos alejamos de las grandes tradiciones religiosas y nos aproximamos a una suerte de tecnoespiritualidad en la que todo es tajante, transparente y cuantificable. Una tarde pasé un rato en la sede de la Iglesia de la Cienciología, en Madrid. Hojeé unos folletos, vi un par de películas: todo era admirablemente pulcro, nítido, una espiritualidad aséptica que aseguraba la salvación. El lugar parecía un laboratorio dotado de las últimas tecnologías donde el alma fluía hacia el cielo a través de las pantallas. El conjunto era de una exactitud implacable. Ningún rastro de angustia, ningún rastro de sangre. Dios era, desde luego, algo naif pero la eficacia para la eternidad resultaba agresiva e incuestionable.
No obstante, a este respecto, la visita más memorable es la que hice al Gran Templo Mormón en Salt Lake City, donde todo está preparado para que Dios se aloje, una vez deje su rincón suizo. Es más, juraría que en el templo mormón había un fresco en el que el Creador aparecía como la silueta que los exploradores de Google han encontrado en el cielo de Saint Gallen. Pero esto último no puedo asegurarlo pues quizá se trata de una trampa de la memoria que juega con algún fragmento de aquel Génesis mormón que, precisamente, en cuanto a calidad artística, poco tiene del de Miguel Ángel.
La simpleza espiritual convive perfectamente con la sofisticación tecnológica en Internet
Sea como fuere, en un museo anexo al templo un guía me acompañó a una suerte de planetario modernísimo en el que se me explicaría todo lo que necesitaba saber uno que quisiera informarse sobre Dios. El guía —un hombre rubio, pálido, afable pero con un cierto fulgor fanático en los ojos azules— se puso a relatar, para mi sorpresa, una minuciosa historia de la creación que se acompañaba con imágenes proyectadas en la pantalla ovalada del planetario. Todo se había iniciado hace unos pocos miles de años y Dios había realizado el trabajo en siete días. Luego se sucedían, no sé muy bien cómo, el Paraíso Terrenal, la expulsión de Adán y Eva, la historia humana —en síntesis, claro— y el Juicio Final. Había efectos especiales para cualquiera de los capítulos, menos para el de la Vida Eterna definitiva, que coincidía con el término de la sesión. Antes de despedirse el guía me comentó que era licenciado en Física por una universidad norteamericana.
Esta última afirmación podía ser desconcertante a primera vista, pero encaja perfectamente con el progreso del creacionismo en muchas universidades americanas, no todas de tercer orden, en las que se explica la formación del universo en términos muy similares a los expuestos en el museo del Gran Templo Mormón. Con toda probabilidad, en su licenciatura, mi guía había estudiado la física cuántica y la teoría de la relatividad, y utilizaba las últimas tecnologías, y, no obstante, encaraba los interrogantes sobre el origen echando mano de la contabilidad bíblica, con una simpleza extraordinaria. Es la actitud habitual en el tecnoespiritualismo: grandes efectos especiales al servicio de una credulidad acrítica por entero.
Las librerías están llenas de textos en los que se prometen fáciles fórmulas para acceder a lo espiritual, y aún más lo están las pantallas: desde esos grotescos hechiceros que aparecen cada noche en los televisores repartiendo augurios a diestro y siniestro, hasta los innumerables mesías que anuncian su reino por los demasiado trillados caminos de Internet.
Curiosamente, en paralelo a los grandes avances del conocimiento, hemos creado un mundo en el que un sabio difícilmente se hará oír y en el que cualquier necio lo tiene fácil para gritar. Con el agravante de que las estupideces de este último, congeladas en la red, serán eternas, o casi, como lo será esa imagen del paseo de Dios por encima de un lago suizo. Al fin y al cabo, así domesticado, Dios es el ídolo bien digerible que siempre gusta a los crédulos. Nada que ver con las apasionantes preguntas sin respuesta, con la maravillosa fecundidad del enigma.
Rafael Argullol es escritor.
Panteísmo
Así habla el Dios de Spinoza: deja de rezar y disfruta de la vida, trabaja, canta, diviértete con todo lo que he hecho para ti
Así habla el Dios de Spinoza: deja de rezar y disfruta de la vida, trabaja, canta, diviértete con todo lo que he hecho para ti. Mi casa no son esos templos lúgubres, oscuros y fríos que tú mismo construiste y que dices que son mi morada. Mi casa son los montes, los ríos, los lagos, las playas. Ahí es donde vivo. Deja de culparme de tu vida miserable. Yo nunca dije que eras pecador y que tu sexualidad fuera algo malo. El sexo es un regalo que te he dado para que puedas expresar tu amor, tu éxtasis, tu alegría. No me culpes de lo que te han hecho creer. No leas libros religiosos. Léeme en un amanecer, en el paisaje, en la mirada de tus amigos, en los ojos de un niño. Deja de tenerme miedo. Deja de pedirme perdón. Yo te llené de pasiones, de placeres, de sentimientos, de libre albedrío. ¿Cómo puedo castigarte si soy yo el que te hice? Olvídate de los mandamientos que son artimañas para manipularte. No te puedo decir si hay otra vida. Vive como si no la hubiera, como si esta fuera la única oportunidad de amar, de existir. Deja de creer en mí. Quiero que me sientas cuando besas a tu amada, acaricias a tu perro o te bañas en el mar. Deja de alabarme. No soy tan ególatra. Así habla el Dios imaginario de Baruch Spinoza, filósofo panteísta del siglo XVII, judío sefardí, fundador de una escuela mística, de la que se han nutrido jipis, gurús, vendedores de semillas de calabaza y otros profetas de la moderna espiritualidad. Si existiera un Dios tan esteta y se hiciera visible, se le podría exigir que explicara el dolor de tantos inocentes, los millones de niños que mueren de hambre, la violenta depravación de muchos hombres con las mujeres, el instinto de matar que ha inscrito en las entrañas del ser humano. El Dios de Spinoza fluye sobre los verdes valles, sobrevuela las cumbres de nieve, se confunde con los ríos incontaminados, con los delfines azules, con las risas de los niños. Pero el mal no se corresponde con esa belleza. Ese Dios nos dice: dejad de pedirme cosas. ¿Me vais a decir a mí cómo hacer mi trabajo? Yo soy puro amor. Entonces, tendrá que explicarnos por qué allá donde vuelves el rostro no encuentras en este perro mundo más que maldad, guerras, basura moral, lágrimas y sangre de inocentes, que también forman ríos y mares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario