“Carta
a Meneceo” de Epicuro
Epicuro
a Meneceo, salud.
[122]
Nadie
por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues
nadie es joven o viejo para la salud de su alma. El que dice que aún no es edad
de filosofar o que la edad ya pasó es como el que dice que aún no ha llegado o
que ya pasó el momento oportuno para la felicidad. De modo que deben filosofar
tanto el joven como el viejo. Éste para que, aunque viejo, rejuvenezca en
bienes por el recuerdo gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a un
tiempo por su impavidez ante el futuro. Necesario es, pues, meditar lo que
procura la felicidad, si cuando está presente todo lo tenemos y, cuando nos
falta, todo lo hacemos por poseerla.
[123]
Tú
medita y pon en práctica los principios que siempre te he aconsejado, teniendo
presente que son elementos indispensables de una vida feliz. Considera en
primer lugar a la divinidad como un ser viviente incorruptible y feliz, según
la ha grabado en nosotros la común noción de lo divino, y nada le atribuyas
ajeno a la inmortalidad o impropio de la felicidad. Respecto a ella, por el
contrario, opina todo lo que sea susceptible de preservar, con su
incorruptibilidad, su felicidad. Los dioses ciertamente existen, pues el
conocimiento que de ellos tenemos es evidente. No son, sin embargo, tal como
los considera el vulgo porque no los mantiene tal como los prescribe. Y no es
impío quien suprime los dioses del vulgo, sino que atribuye [124] a los dioses
las opiniones del vulgo, pues no son prenociones sino falsas suposiciones los
juicios del vulgo sobre los dioses. De ahí que los dioses provengan los más
grandes daños y ventajas; en efecto, aquellos que en todo momento están
familiarizados con sus propias virtudes acogen a quienes les son semejantes,
considerando como extraño lo que les es discorde.
Acostúmbrate
a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal
residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos. Por lo cual
el recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la
mortalidad de la vida, no porque añada una temporalidad infinita sino [125]
porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible hay en el vivir para
quien ha comprendido realmente que nada temible hay en el no vivir. De suerte
que es necio quien dice temer la muerte, no porque cuando se presente haga
sufrir, sino porque hace sufrir en su demora. En efecto, aquello que con su
presencia no perturba, en vano aflige con su espera. Así pues, el más terrible
de los males, la muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros somos,
la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no
somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque
para aquéllos no está y éstos ya no son. Pero la mayoría unas veces huye de la
muerte como del mayor mal y otras veces la prefiere como descanso [126] de las
miserias de la vida. El sabio, por el contrario, ni rehúsa la vida ni le teme a
la muerte; pues ni el vivir es para él una carga ni considera que es un mal el
no vivir. Y del mismo modo que del alimento no elige cada vez el más abundante
sino el más agradable, así también del tiempo, no del más duradero sino del más
agradable disfruta. Quien recomienda al joven vivir bien y al viejo morir bien
es necio no sólo por lo agradable de la vida, sino también por ser el mismo el
cuidado del bien vivir y del bien morir. Mucho peor aún quien dice:
“Mejor
no haber nacido, pero, una vez nacido, cruzar cuanto antes las puertas del
Hades”.
[127]
Porque
si esto dice convencido, ¿por qué no deja la vida? En sus manos está hacerlo,
si con certeza es lo que piensa. Si se burla, necio es en algo que no lo
admite.
Se
ha de recordad que el futuro no es ni del todo nuestro ni del todo ajeno, para
no tener la absoluta esperanza de que lo sea ni desesperar de que del todo no
lo sea.
Y
hay que considerar que de los deseos unos son naturales, otros vanos; y de los
naturales unos son necesarios, otros sólo naturales; y de los necesarios unos
lo son para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, otros para la
vida misma.
Un
recto conocimiento de estos deseos sabe, en efecto, supeditar toda elección o
rechazo a la salud del cuerpo y a la serenidad del alma, porque esto es la
culminación de la vida feliz. En razón de esto todo lo hacemos, para no tener
dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Una vez lo hayamos conseguido,
cualquier tempestad del alma amainará, no teniendo el ser viviente que
encaminar sus pasos hacia alguna cosa de la que carece ni buscar ninguna otra
cosa con la que colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues entonces tenemos
necesidad del placer, cuando sufrimos por su ausencia, pero cuando no sufrimos
ya no necesitamos del placer. Y por esto decimos que el placer es [129]
principio y culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos
como el bien primero, a nosotros connatural, de él partimos para toda elección
y rechazo y a él llegamos juzgando todo bien con la sensación como norma. Y
como éste es el bien primero y connatural, precisamente por ello no elegimos
todos los placeres, sino que hay ocasiones en que soslayamos muchos, cuando de
ellos se sigue para nosotros una molestia mayor.
También
muchos dolores estimamos preferibles a los placeres cuando, tras largo tiempo
de sufrirlos, nos acompaña mayor placer. Ciertamente todo placer es un bien por
su conformidad con la naturaleza y, sin embargo, no todo placer es elegible;
así como también todo dolor es un mal [130], pero no todo dolor siempre ha de
evitarse. Conviene juzgar todas estas cosas con el cálculo y la consideración
de lo útil y de lo inconveniente, porque en algunas circunstancias nos servimos
del bien como de un mal y, viceversa, del mal como de un bien.
También
a la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que siempre nos
sirvamos de poco sino para que, si no tenemos mucho, nos contentemos con poco,
auténticamente convencidos de que más agradablemente gozan de la abundancia
quienes menos tienen necesidad de ella y de que todo lo natural es fácilmente
procurable y lo vano difícil de obtener. Además los alimentos sencillos
proporcionan igual placer que una comida excelente, una vez que se elimina todo
el dolor [131] de la necesidad, y pan y agua procurar el máximo placer cuando
los consume alguien que los necesita. Acostumbrarse a comidas sencillas y
sobrias proporciona salud, hace al hombre solícito en las ocupaciones
necesarias de la vida, nos dispone mejor cuando alguna que otra vez accedemos a
alimentos exquisitos y nos hace impávidos ante el azar.
Cuando,
por tanto, decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres
disolutos o a los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen o no
están de acuerdo o mal interpretan nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en
el cuerpo ni turbación en el [132] alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes
ni disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de las demás cosas que
ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo prudente que
investigue las causas de toda elección y rechazo y disipe las falsas opiniones
de las que nace la más grande turbación que se adueña del alma. De todas estas
cosas, el principio y el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia es
incluso más apreciable que la filosofía; de ella nacen todas las demás
virtudes, porque enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata,
honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir feliz.
Las virtudes, en efecto, están unidas a la vida feliz y el vivir feliz es
inseparable de ellas.
[133]
Porque
¿a quién estimas mejor que a aquel que sobre los dioses tiene opiniones
piadosas y ante la muerte es del todo impávido, que tiene en cuenta el fin de
la naturaleza y ha captado que el límite de los bienes es fácil de colmar y de
obtener y que el límite de los males tiene corta duración o produce ligero
pesar; que se burla del destino por algunos considerado como señor supremo de
todo diciendo que algunas cosas suceden por necesidad, otras por azar y que
otras dependen de nosotros, porque la necesidad es irresponsable, porque ve que
el azar es incierto y lo que está en nuestras manos no tiene dueño, por lo cual
le acompaña la censura o la alabanza? (Porque era mejor [134] prestar oídos a
los mitos sobre los dioses que ser esclavos del destino de los físico.
Aquéllos, en efecto, esbozan una esperanza de aplacar a los dioses por medio de
la veneración, pero éste entraña una inexorable necesidad). Un hombre tal, que
no cree que el azar es un dios, como considera el vulgo (pues nada desordenado
hace la divinidad), ni un principio causal indeterminado (pues sin creer que
por él les es dado a los hombres el bien y el mal en relación con la vida
feliz, piensa, sin embargo, que proporciona los principios de los grandes
bienes [135] y males), estima mejor ser desafortunado con sensatez que
afortunado con insensatez; pero a su vez es preferible que en nuestras acciones
el buen juicio sea coronado por la fortuna.
Así
pues, estas cosas y las que a ellas son afines medítalas día y noche contigo
mismo y con alguien semejante a ti y nunca, ni despierto ni en sueños, sufrirás
turbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se
asemeja a un ser mortal un hombre que vive entre bienes inmortales.
Epicuro nos hace felices
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