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Los problemas de la filosofia
8 Cómo es posible el conocimiento apriorístico
Manuel Kant es generalmente considerado como el más grande de los
filósofos modernos. Aunque vivió durante la guerra de Siete años y la
Revolución francesa, no interrumpió jamás sus enseñanzas de filosofía en
Königsberg, en la Prusia oriental. Su contribución más original fue la
invención de lo que denominó la filosofía «crítica», la cual, tomando como un
dato que hay un conocimiento de varias especies, investiga cómo es posible
este conocimiento, y deduce, de la respuesta a esta pregunta, varias
consecuencias metafísicas sobre la naturaleza del mundo. Se puede dudar si
estas conclusiones son válidas. Pero, indudablemente, Kant merece crédito
por dos razones: primero, por haberse dado cuenta de que tenemos un
conocimiento a priori que no es puramente «analítico», es decir, de tal
naturaleza que su opuesto sería contradictorio; segundo, por haber hecho
evidente la importancia filosófica de la teoría del conocimiento.
Antes de Kant se creía generalmente que todo conocimiento apriorístico debe
ser «analítico». Mediante ejemplos explicaremos mejor lo que significa esta
palabra. Si digo: «un hombre calvo es un hombre», «una figura plana es una
figura», «un mal poeta es un poeta», enuncio un juicio puramente analítico; el
sujeto de que hablo es dado como algo que tiene, por lo menos, dos
propiedades, una de las cuales es escogida para ser afirmada de él. Tales
proposiciones son triviales, y nadie las enunciaría en la vida real, salvo un
orador que prepara el camino para una pieza sofística. Se denominan
«analíticos» porque el predicado es obtenido por el mero análisis del sujeto.
Antes de Kant se pensaba que todos los juicios de los cuales podemos estar
ciertos a priori eran de esta especie; que todos tenían un predicado que era
sólo una parte del sujeto, del cual era afirmado.
De ser así, nos veríamos envueltos en una contradicción formal si tratáramos
de negar algo que pudiera ser conocido a priori. Decir «un hombre calvo no es
un calvo» afirmaría y negaría la calvicie de un mismo hombre y sería
contradictorio consigo mismo. Así, según los filósofos anteriores a Kant, la
ley de contradicción que afirma que nada puede al mismo tiempo tener y no
tener una determinada propiedad, bastaría para establecer la verdad de todo
conocimiento a priori.
Hume (1711-1776), que precedió a Kant, aceptando el punto de vista usual en
lo que se refiere al conocimiento a priori, descubrió que en muchos casos que
se habían supuesto anteriormente analíticos, y especialmente en el caso de la
causa y el efecto, la conexión era realmente sintética. Antes de Hume, por lo
menos los racionalistas habían supuesto que el efecto podría ser lógicamente
deducido de la causa, si pudiéramos alcanzar un conocimiento suficiente.
Hume arguyó —correctamente, según se admite generalmente hoy— que
esto no sería posible. De ahí dedujo la proposición mucho más dudosa, según
la cual nada puede ser conocido a priori sobre la conexión de la causa y el
efecto. Kant, que había sido educado en la tradición racionalista,
experimentó gran perturbación ante el escepticismo de Hume, y trató de
hallarle una respuesta. Se dio cuenta de que no sólo la conexión de causa y
efecto, sino todas las proposiciones de la aritmética y la geometría son
«sintéticas», es decir, no son analíticas: en todas estas proposiciones, el
análisis del sujeto no puede revelar el predicado. Su ejemplo característico era
la proposición 7+5=12. Mostró, con perfecta exactitud, que 7 y 5 deben ser
puestos juntos para que den 12: la idea de 12 no está contenida en ellos, ni
aun en la idea de ponerlos juntos. Así, fue conducido a la conclusión de que
toda la matemática pura, aunque apriorística, es sintética; y esta conclusión
suscitaba un nuevo problema al cual trató de hallar una solución: El
problema que situó Kant al principio de la filosofía, es decir, «¿Cómo es
posible una matemática pura?» es interesante y difícil, y toda filosofía que no
sea puramente escéptica, debe hallarle alguna respuesta. La respuesta de los
empíricos puros, según la cual nuestro conocimiento matemático es derivado
por inducción, de ejemplos particulares, es inadecuada, como hemos visto,
por dos razones; primero, porque la validez del principio inductivo mismo
no puede ser probada por inducción; segundo, porque las proposiciones
generales de la matemática, como «dos y dos siempre son cuatro», pueden ser
conocidas evidentemente con certeza mediante la consideración de un solo
ejemplo, y nada ganan con la enumeración de otros casos en los cuales se
hallarían también que son ciertas. Así, nuestro conocimiento de las
proposiciones generales de la matemática (y lo mismo se aplica a la lógica)
debe ser considerado como diferente de nuestro conocimiento (meramente
probable) de las generalizaciones empíricas, como «todos los hombres son
mortales».
El problema surge del hecho de que este conocimiento es general, mientras
que la experiencia es particular. Parece raro que seamos manifiestamente
capaces de conocer por adelantado algunas verdades sobre objetos
particulares cuya experiencia no hemos tenido todavía; pero no se puede
dudar fácilmente de que la lógica y la aritmética sean aplicables a tales
objetos. No sabemos cuáles serán los habitantes de Londres dentro de cien
años, pero sabemos que dos de ellos y dos serán cuatro. Este evidente poder
de anticipar los hechos en relación con las cosas de las cuales no tenemos la
experiencia es ciertamente sorprendente. La solución kantiana a este
problema, aunque en mi opinión no sea válida, es interesante. Es, sin
embargo muy difícil y se ha entendido de distinto modo por diferentes
filósofos. Por tanto, sólo podemos dar un breve bosquejo de ella, y aun será
considerado como equivocado por muchos expositores del sistema de Kant.
Kant sostenía que en toda nuestra experiencia hay dos elementos que
distinguir: uno debido al objeto (es decir, a lo que hemos denominado «objeto
físico») y otro debido a nuestra propia naturaleza. Hemos visto al hablar de
la materia y de los datos de los sentidos, que el objeto físico es diferente de los
datos de los sentidos asociados, y que los datos de los sentidos deben ser
considerados como el resultado de la interacción entre el objeto físico y
nosotros mismos. Hasta aquí estamos de acuerdo con Kant. Pero lo
característico de Kant es la manera como distribuye respectivamente los
papeles de nosotros mismos y del objeto físico. Considera que el material
bruto dado en la sensación —el color, la dureza, etc— es debido al objeto, y lo
que aportamos nosotros es la ordenación en el espacio y el tiempo y todas las
relaciones entre los datos de los sentidos que resultan de su comparación o de
considerar a una como la causa y a otro como el efecto o de cualquiera otra
consideración. La razón más importante en favor de este punto de vista es
que parece que tenemos un conocimiento apriorístico del espacio y del
tiempo y de la causalidad y de la comparación, pero no del material bruto de
la sensación actual. Podemos estar seguros, dice, de que todo lo que
experimentamos manifestará las características que nuestro conocimiento
apriorístico afirma de ello, porque estos caracteres son debidos a nuestra
propia naturaleza y por consiguiente, nada puede caer bajo nuestra
experiencia sin adquirir estos caracteres.
El objeto físico que denomina «la cosa en sí», lo considera como
esencialmente incognoscible; lo que podemos conocer es el objeto tal como se
da en la experiencia, al cual denomina el «fenómeno». Siendo el fenómeno un
producto combinado de nosotros mismos y de la cosa en sí, tendrá
evidentemente los caracteres que nos son debidos y se conformará, por lo
tanto, con nuestro conocimiento apriorístico. Por consiguiente, este
conocimiento, aunque verdadero para toda experiencia actual y posible, no
debe suponerse que se pueda aplicar fuera de la experiencia. Así, a pesar de
la existencia del conocimiento apriorístico, nada podemos saber sobre la cosa
en sí o sobre lo que no es objeto actual o posible de experiencia. De este modo
trata de conciliar y armonizar las disputas de los racionalistas con los
argumentos de los empiristas.
Aparte los motivos accesorios por los cuales puede ser criticada la filosofía de
Kant, hay una objeción esencial que aparece fatalmente desde el momento en
que intentamos tratar, mediante su método, el problema del conocimiento
apriorístico. La cosa de que se trata de dar cuenta es nuestra certeza de que
los hechos se conformarán siempre con la lógica y la aritmética. Decir que la
lógica y la aritmética son contribuciones nuestras, no resuelve el problema.
Nuestra naturaleza, lo mismo que otra cosa cualquiera, es un hecho del
mundo existente, y no podemos tener la certeza de que permanecerá
constante. Si Kant tuviera razón, podría ocurrir que mañana nuestra
naturaleza cambiara de tal modo que dos y dos llegaran a ser cinco. Esta
posibilidad no parece habérsele ocurrido; sin embargo, es suficiente para
destruir totalmente la certeza y la universalidad que deseaba recabar para las
proposiciones aritméticas. Verdad es que esta posibilidad es en rigor
incompatible con el punto de vista de Kant, según el cual el tiempo mismo es
una forma impuesta por el sujeto a los fenómenos, de tal modo que nuestro
yo real no está en el tiempo ni tiene mañana. Pero, sin embargo, siempre
deberá suponer que el orden del tiempo de los fenómenos es determinado
por los caracteres de lo que está más allá de los fenómenos, y esto basta para
la substancia de nuestro argumento.
Además, la reflexión parece establecer claramente que, si hay alguna verdad
en nuestras creencias matemáticas, deben aplicarse a las cosas lo mismo si
pensamos que si no pensamos en ellas. Dos objetos físicos y dos objetos
físicos deben ser cuatro objetos físicos, aun si no podemos tener la experiencia
de objetos físicos.
Afirmar esto es evidentemente el designio de nuestro pensamiento cuando
nos representamos que dos y dos son cuatro. Su verdad es tan indubitable
como la verdad de la afirmación de que dos fenómenos y dos fenómenos son
cuatro fenómenos. Así, la solución de Kant limita indebidamente el objeto de
las proposiciones apriorísticas, además de fallar en la tentativa de explicar su
certeza.
Aparte las doctrinas especiales sostenidas por Kant, es muy corriente entre
los filósofos considerar lo apriorístico como en cierto modo mental, como
algo que se refiere mejor al modo como pensamos que a un hecho del mundo
exterior. Hemos señalado en el capítulo precedente los tres principios
comúnmente denominados «leyes del pensamiento». El punto de vista que ha
dado lugar a esta denominación es natural, pero hay fuertes razones para
pensar que es erróneo. Tomemos, por ejemplo, el principio de contradicción.
Se enuncia comúnmente en la forma: «Nada puede al mismo tiempo ser y no
ser», con lo cual se quiere expresar el hecho de que nada puede, a la vez,
tener y no tener una cualidad dada. Si, por ejemplo, un árbol es un haya, no
puede al mismo tiempo no ser un haya; si mi mesa es rectangular, no puede
al mismo tiempo no ser rectangular, y así sucesivamente.
Ahora bien; es natural denominar a este principio una ley del pensamiento,
porque por el pensamiento más bien que por la observación exterior llegamos
a la persuasión de que es necesariamente verdadero. Cuando hemos visto
que un árbol es un haya no tenemos necesidad de mirarlo de nuevo para
asegurar que no puede al mismo tiempo no ser un haya; el pensamiento
basta para conocer que esto es imposible. Pero no deja de ser un error llegar a
la conclusión de que es una ley del pensamiento. Lo que creernos cuando
creemos en el principio de contradicción no es que el espíritu esté constituido
de tal modo que nos sea preciso creer en la ley de contradicción. Esta creencia
es un resultado subsiguiente de la reflexión psicológica, que presupone la
creencia en el principio de contradicción. La creencia en el principio de
contradicción es una creencia relativa a cosas, no sólo relativa a
pensamientos. No es, por ejemplo, la creencia de que si pensamos que un árbol
es un haya, no podemos pensar al mismo tiempo que no es un haya; es la
creencia de que si el árbol es un haya. no puede al mismo tiempo no ser un
haya. Así, el principio de contradicción se refiere a cosas y no meramente a
pensamientos; y aunque la creencia en el principio de contradicción sea un
pensamiento, el principio de contradicción mismo no es un pensamiento, sino
un hecho que concierne a las cosas del mundo. Si lo que creemos, cuando
creemos en el principio de contradicción, no fuera verdad de las cosas del
mundo, el hecho de que nos viéramos compelidos a pensarlo como verdadero
no impediría que el principio de contradicción fuese falso. Esto prueba que el
principio de contradicción no es una ley del pensamiento.
Un argumento análogo se puede aplicar a todos los juicios a priori. Cuando
juzgamos que dos y dos son cuatro, no efectuamos un juicio sobre nuestros
pensamientos, sino sobre todos los pares actuales o posibles. El hecho de que
nuestro espíritu esté constituido de tal modo que debe creer que dos y dos
son cuatro, aunque sea verdad, no es evidentemente lo que afirmamos
cuando afirmamos que dos y dos son cuatro. Así, nuestro conocimiento a
priori —si no es erróneo, no es simplemente un conocimiento sobre la
constitución de nuestro espíritu, sino que es aplicable a todo lo que el mundo
pueda contener, lo mismo a lo mental que a lo no mental.
De hecho parece que todo nuestro conocimiento apriorístico se refiere a
entidades que no existen, propiamente hablando, ni en el mundo mental ni en
el físico.
Estas entidades son de tal naturaleza que pueden ser designadas por las
partes del lenguaje que no son substantivos, como las cualidades y las
relaciones. Supongamos, por ejemplo, que estoy en mi habitación. Yo existo
y mi habitación existe; pero ¿existe «en»? Sin embargo, es evidente que la
palabra «en» tiene un sentido; indica una relación que se mantiene entre yo y
mi habitación. Esta relación es algo, aunque no podamos decir que existe, en
el mismo sentido en que existimos yo y mi habitación.
La relación «en» es algo sobre lo cual podemos pensar y que podemos
comprender, pues si no pudiéramos comprenderla, no podríamos entender la
frase: «Estoy en mí habitación». Muchos filósofos, siguiendo a Kant, han
sostenido que las relaciones son obra del espíritu, que las cosas en sí mismas
no tienen relaciones, pero el espíritu las reúne en un acto de pensamiento y
produce así las relaciones que juzga que poseen.
Sin embargo, esta opinión parece prestarse a objeciones análogas a las que
hemos suscitado antes frente a Kant. Parece evidente que no es el
pensamiento quien produce la verdad de la proposición: «Estoy en mi
habitación». Puede ser verdad que haya una cucaracha en mi habitación, aun
en el caso en que ni yo, ni la cucaracha, ni nadie conozca esta verdad; pues
esta verdad concierne sólo a la cucaracha y a la habitación y no depende de
ninguna otra cosa. Así, las relaciones como veremos más ampliamente en el
capítulo siguiente deben ser colocadas en un mundo que no es ni mental ni
físico. Este mundo tiene gran importancia para la filosofía, y en particular
para el problema del conocimiento apriorístico. En el capítulo próximo
trataremos de explicar su naturaleza y su posición entre los problemas de que
nos hemos ocupado .
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